El verano de los perros flacos

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Pedro Bonache

Hace unos días se ha puesto en contacto con nosotros un amante de los galgos, la naturaleza y de las palabras. Se trata de Pedro Bonache Melia, un prolífico bloger que acaba de terminar una novela en la que los grandes protagonistas son estos magníficos lebreles. Aunque el texto se encuentra en proceso de corrección nos ha entregado algunos fragmentos. 

Los galgos y el niño.

   Las piernas del niño se confundían entre las patas de los galgos, se movían  deprisa, casi trotando sobre sus pies de liebre, sobre esas largas falanges que se fundían con las finas patas, de color marrón y surcadas por vetas oscuras y negras. Unas trazas y unas pinceladas ancestrales que atigraban sus lomos y que parecían imitar los tonos apagados de la meseta agostada, hasta casi confundirlos con ella. Como si aquellos llanos inmensos, como si aquellos páramos solitarios y silenciosos hubiesen dibujado sobre los galgos su propio retrato.
   Las piernas del niño se rozaban contra los flancos huesudos y contra las cabezas afiladas, estrechas, de largos hocicos y que jadeaban al ritmo de un  paseo vivaz. Eran unas piernas jóvenes, pero ya bronceadas, con algunos pequeños cortes ya cicatrizados, con las rodillas algo erosionadas. Unos jóvenes y tonificados músculos envolvían sus huesos aún estrechos y en crecimiento. Apoyaba cada zancada con un bastón y con cada paso, la bolsa de costado se balanceaba. Era una especie de zurrón viejo, de pelo corto y duro que colgaba desde una correa de cuero que ascendía hasta sus estrechos hombros y que pasaba rozando el cuello, muy cerca de su rostro.
   Los ojos del niño, medio entornados bajo el sol, observaban la meseta y a sus propios galgos, a cada mata o el vuelo al amanecer de los vencejos, a los cernícalos suspendidos en el aire o al automóvil que circulaba sobre la carretera que llevaba al pueblo, pero a bastante distancia de ellos, apenas si era una silueta angulosa y enturbiada por el espejismo que reflejaba el azul del cielo sobre la tierra recalentada.
    Se detuvo y los galgos se pararon rodeándole, uno de ellos se pegó a sus piernas y el niño le acarició la cabeza con sus dedos sin apartar la mirada del coche. Reconoció el  sonido del escape y el rumor de la rodadura.
    – Es un catorcetreinta y marrón metalizado, ¿de quien será ?, en el pueblo no hay ninguno. Hala Churria, Vago, Niño, Huidizo, Llorica…., vamos para casa que ya aprieta el Lorenzo.
   Las piernas del niño volvieron a confundirse entre las de los galgos y los crujidos de sus pisadas entre sus jadeos, entre esas lenguas que colgaban en medio del trotecillo que levantaba nubecillas de polvo que se pegaba a sus mantos barcinos y a la piel del niño, a sus botas de media caña, pero al ratito el polvo volvía a posarse sobre la meseta, sobre la inmensa planicie, entre la que poco a poco, el niño y sus lebreles se iban confundiendo, mimetizando, formando parte de aquellos horizontes planos, de la misma tierra que había dibujado sobre sus pelajes y que los había modelado enjutos y finos, muy delgados, con cinturas estrechas, casi estranguladas y con pechos formidables, como si la meseta los hubiese parido así, siempre secos y casi tristes, huidizos y tímidos, sumisos y entregados hasta la muerte, hasta la ultima arrancada.

Ilustración para la portada de la novela

(este es otro fragmento, el primer lance que ve la familia llegada de Madrid.)

    Fue un ruido sordo, una pequeña explosión, cuando todas las fibras musculares restallaron con un latigazo, levantando una polvareda que aterrorizó a Lucia. Lanzó un grito de pánico y toda ella se encogió dando un salto en el aire, como el de la liebre que arrancó desde su cama y que comenzó a correr virando a izquierdas y en paralelo a la mano, volando ante los ojos de Alejandra y ante un Alberto que sonrió y que siguió con los ojos el vuelo de la rabona, casi percibiendo la imagen a cámara lenta, al tiempo que su corazón se aceleraba y echaba a correr hacia su izquierda. Alejandra le vio llegar con la cabeza vuelta hacia la liebre, sin verla a ella y se apartó a un lado.
    – ¡Ahí va la liebre, ahí valá, ahí valá…! –gritó Matías con un tono de voz denso que surgió desde los recovecos de su menté. Aferró con sus dedos el mango en T de la traílla y sintió el tirón de  Atis y Trisca desde sus collares, las sintió gimotear, gruñir y empujar desde sus cuartos traseros- ¡ahí valá, ahí valá…! –volvió a gritar y echó a correr detrás de las galgas sin soltar el mango de madera y sonriendo al sentir como las perras gimoteaban y tiraban de él como de una cuadriga. Sintió como la otra collera se removía en sus entrañas, sintió como sus caderas chirriaban con la artrosis después de tantos años sentado al volante del taxi y volvió a gritar para que a las galgas se les gravase a fuego esa voz y esa imagen de la rabona ganando metros, alejándose antes sus ojos- ¡ahí valá, ahí valá…!.
   Lucia se cubrió la boca con las manos al ver a Matías  corriendo y sin soltar la traílla. El galguero corría jadeando y gruñendo esa frase que apenas si podía entender. Temió que le fallasen las piernas o que sus viejos huesos se pulverizasen contra los terruños que aplastaba en esa carrera casi suicida y apasionada. Vio a su hermana sujetando la correa de Tirma con las dos manos y a Paúl reteniendo a una Tralla que aullaba hacia la liebre, su padre corría como un chiquillo excitado y su madre le seguía echando miradas atrás, siguiendo con los ojos a Matías. También temía que las dos galgas le derribasen y terminasen revolcándolo sobre la meseta, pero en ese momento, Matías sintió que se ahogaba, vio a la liebre suficientemente lejos y abrió los dedos de su mano, dejó suelto el mango en T, la correa de cuero empezó a caer y el fino cable de acero fijado a su muñeca con un lazo simple se tensó cuando las perras aceleraron, tiró del pasador y los dos collares se abrieron al mismo tiempo con un chasquido seco. Matías dio un par de pasos más, alzó la barbilla y vio a las galgas raspando el páramo, con las cabezas gachas y con los ojos fijados en esa pequeña silueta que aceleraba rozando el llano.
    – Han engalgado, han engalgado –murmuró Matías recuperando el resuello y con sus ojos clavados en las perras, sin perder de vista la carrera nerviosa y entregada de los animales, de las galgas cegadas y envenenadas por la velocidad de la peluda.
   Tirma volvió a removerse, a tratar de liberarse del collar, pero Elena tiró de la correa hacia arriba y la galga alzó su cabeza, perdió de vista a su hermana y al llano, a los páramos, a la tierra y se contrajo, se encogió de atrás y gimió.
   Elena buscó con la mirada a las galgas y entrecerró los ojos siguiendo la carrera. La liebre apenas si era un trazo marrón, como una pincelada que brincaba sobre los campos a una velocidad endiablada.
   Una silueta que bailaba ante los ojos de Trisca y Atis, que a veces se confundía entre los colores apagados del campo o que se recortaba contra el cielo mas cercano a los horizontes cuando coronaba embalada una suave loma. Galgas y liebre desaparecieron de la vista, como tragadas por la meseta y volvieron  aparecer corriendo hacia ellos.
   La rabona saltó hacia la izquierda y en pleno vuelo empezó a ladear el cuerpo hacia el lado contrario, Trisca y Atis se tumbaron hacia la izquierda, sus almohadillas pisaron de lado, resbalando y erosionando el suelo y cuando las patas traseras de la liebre tocaron la tierra, volvieron a impulsarla hacia la derecha.
   Elena sonrió reconociendo el quiebro de la liebre, lo había visto en los videos por la red, solo que en vivo era mucho mas intenso y la percepción de la velocidad y el esfuerzo impresionaba…, y como si un cable invisible tirase del cuello de la liebre, volvió a acelerar mientras las galgas contorsionaban sus cuerpos, derrapando y gruñendo al engaño, apenas si la vieron alejándose, sacando metros y volvieron a cabalgar hacia ella, fueron devorando los metros, comiéndose esa ventaja, abriendo las mandíbulas, estirando los cuellos y cuando estaban encima, la liebre volvió a quebrar el espinazo de las perras, giró a derechas y la tijera de Atis rozó el pelaje de la liebre pero sin llegar a desequilibrarla, Trisca mordió en el aire y la peluda giró sobre si misma, volvió a esprintar y Lucia sonrió al ver que las galgas arrancaron en sentido contrario, suspiró aliviada y miró a su alrededor. Aquellas tierras aún le parecieron mas extensas y solitarias que nunca, Alejandra y Alberto se habían separado, eran unas siluetas aisladas entre los campos y las parcelas, Elena se movía buscando a Paúl y tirando de Tirma con energía, pegándola a sus piernas y sin dejar que relajase su cuello. Matías llamaba a Trisca, silbaba y cabeceaba sonriendo.
Él nos dice que sería un honor que reseñaramos su novela en nuestro blog, el honor es nuestro y desde nuestra modestia y admiración deseamos todo lo mejor para esta novela y su autor. Podeis leer más en su blog bicipalodivagando.

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